Estaba este profesor, encerrado en una bodega. Más que encerrado, vivía ahí. Solamente pensaba en poder salir. Pero no podía. Estaba encerrado.
Encerrado por sus pensamientos, encerrado por su descarne. Encerrado por la lástima hacia sí mismo que sentía. Encerrado por lo nimio que se sentía frente a sus propias alumnas. Todas mujeres, que siempre daban vueltas a su alrededor, presintiendo su miedo, cuan perros que se alimenrtan del temor latente.
Hasta que un día entran a su bodega, irrumpen en ella. Universitarias que solamente sabían que ese profesor, escondido de todo lo que lo rodeaba, estaba ahí. En la misma posición, mirando por su ventana como caminaban los que tenían la personalidad suficiente de sentirse humanos.
Entraron y lo arrinconaron. Su pena, esa pena que lo carcomía estaba más abierta que nunca. Ahora, estaba siendo humillado como nunca lo fue. Comenzaron a rodearlo y una de ellas, una de las más hermosas se acerca y lo abraza, lo abraza fuerte y comienza a decirle obsenidades al oído; él no podía dicernir entre la realidad y la ficción y todas bravaban de alegría a su alrededor. No pudo aguantar su excitación.
La chica lo suelta. Le dice "patético" y se van. Todas se retiran. Él, como nunca se mira en el piso. Llora. Otra persona muere esa noche. No por los designios de Dios, si no por los designios de la enfermedad, de la pena y del patetismo.